Perdón y olvido: una entrevista imaginada


Héctor Mondragón


Estoy afuera de Palacio Nacional. Espero pasar a la oficina presidencial. Me recibe, calurosamente, Jesús Ramírez; no tiene idea de quién soy, aunque en el correo le especifiqué mi oficio. Antes de entrar, veo la fuente del Pegaso, un caballo que convivía con los dioses. ¿Quién cabalga a este Pegaso? Recuerdo de las ambiciones que caminan los pasillos.

—Buenos días, señor presidente.

Andrés Manuel, por favor.

Le agradezco por haberme brindado la entrevista, mientras nos servimos un café de olla. En el proceso me comenta que antes no se servía café de olla en Palacio Nacional, siempre había té Earl Grey. Culto, me comenta que ese té debe su nombre a un Primer Ministro inglés, que estuvo en funciones en la primera parte del siglo XIX, autor del acta de abolición de la esclavitud. Me dice que ese señor era como Lincoln o como Juárez pero en fifí. Le confieso mi ignorancia, pero me contengo de adularlo. Con taza en mano, en unos sillones del salón francés de Palacio Nacional, le pregunto:

—¿Cómo va la transformación, Andrés Manuel?

Vamos, y vamos bien. Esta transformación es del pueblo. Nosotros hemos avanzado… en muchos proyectos. Está el aeropuerto de Santa Lucía, el Tren Maya… la corrupción, ya no es como antes: este es un cambio de régimen. Pero ahí siguen los conservas, intentando obstaculizar nuestro gobierno, no lo van a lograr. Entonces esto va caminando.

—La corrupción, permítame comenzar por ahí. ¿Qué ha pasado con los delitos cometidos por políticos de los sexenios anteriores?

Soy partidario del punto final, ya chole con las persecuciones.

—Usted dijo, en otro momento, que Enrique Peña Nieto era un «vulgar jefe de pandilla».

Sí, y lo sostengo.

—¿No es un poco contradictorio?

No, no, no, no, no. Para nada. Es una nueva época de la vida pública del país. Hay que empezar desde cero. Otra vez, estamos regenerando al país. El odio no se combate con más odio. Ya basta de represalias y venganzas.

—Entonces, ¿olvido?

Perdón sí, olvido no…

En eso, mi mente se fuga en las manecillas del reloj cercano, casi mental. Las palabras de mi interlocutor se vacían, olvido su presencia, así como él olvida la mía. La estrategia populista, diría Laclau, implica vaciar —hasta un cierto límite— el discurso para poder amalgamar distintas luchas. Así se hizo, y así se ganó.

El vacío ha dejado sin estructura al partido más grande de México. Sin brújula, es un navío perdido en altamar. Regresa mi mente a la sala.

—¿La oposición sigue moralmente derrotada?

Totalmente. Sólo hay dos partidos, los liberales y los conservadores, y ya no saben qué hacer. Están moralmente derrotados. Se están uniendo contra nosotros porque son lo mismo. Tienen miedo de perder sus privilegios.

Es verdad que sólo hay dos partidos. No sabría, sin embargo, si los llamaría como él lo hace. Dos partidos sin rumbo, diría yo. Dos partidos perdidos y desconectados de la gente. Ni siquiera es que representen a la izquierda o a la derecha, simplemente representan dos espacios extremos, pero no ubicados, de una línea que ahora ciertos grupos oportunistas quieren llenar.

—¿Y usted tiene miedo del resultado de las elecciones? ¿A Morena se le olvidó la gente?

No, para nada. El pueblo manda y el pueblo es sabio: quiere la transformación.

—¿Y por eso se mete usted en las contiendas?

Tenemos que evitar los fraudes.


Una narrativa escaldada, útil para llegar al poder, pero dudosa para mantener la hegemonía, y, sobre todo, inútil para cambiar el sentido común de la política. Sin un discurso distinto, la transformación quedará arrumbada, seguirá defraudando a muchos y generando oportunidades para que otros partidos ocupen espacios que, a la larga, podrían resultar peligrosos. ¿Se avecina una candidatura de derecha, lo que se llama derecha, para el 2024? Se lo pregunto y se queda sin palabras.

Me despido y salgo de Palacio Nacional. Camino con paso terrenal hacia las calles, donde el pueblo no perdona, ni tampoco olvida.



Ilustración: Laura Franco